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Raphael es la cátedra intergeneracional

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Juan José Fernández Palomo

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El más longevo, más transversal, más mainstream artista de nuestro panorama musical convoca a público de varias edades en el Teatro de La Axerquía

mainstream

Los que acabarán siendo unos 3.500 hacen colas para acceder al recinto desde una hora y media antes de la cita convocada. Malentendidos: los de seguridad les preguntan a las chicas si llevan botellas en el bolso. Las más jóvenes dicen que no (experiencia); las mayores dicen sí, enseñan su botellita de agua. Los seguratas les dicen que les quiten el tapón; las señoras no entienden nada: “pero, qué dice, es que se me va a derramar”. “Señora, son normas de seguridad en grandes espectáculos” (inexperiencia, estupor)...

Vuelve Raphael a Córdoba con su gira “de Amor y Desamor” y encontró, efectivamente, amor en unas gradas repletas que se entregaron a su repertorio; pero hubo cierto desamor también en su fin de fiesta, falto de ritmo porque alargó el show excesivamente hasta la traca final con una versión de “Escándalo” a la que se le notaron demasiado los samplers, por no decir el playback de guitarra y metales, para hacerlo festivamente reconocibles. Pelín feriada la cosa, valga la redundancia.

Pero eso es una trampa menor, porque Raphael, hasta la fiesta final, cabalga por todas sus etapas y, en los breves parlamentos que regaló a la audiencia, habla, como no puede ser de otra manera, de sí mismo y eso es hablar de todos los que estábamos allí y de los que ya no están. Mientras, se van sucediendo canciones como “Provocación”, “Los amantes”, “Eso que llaman amor”, “Estar enamorado”... un no parar, porque este señor acumula 54 años de carrera en estudios y escenarios de todo pelaje, desde un cuartucho con un micro de radio en blanco y negro a los mejores locales de Miami, Londres o Milán. Pero todo eso da igual: siempre está el artista que se inventa y se reinventa en la enésima gira.

En el minuto 73 de un show de tres horas todo se paraliza: Raphael, en su rafaelismo, se dirige a la audiencia y dice que va a cantar la canción que más le define. La banda se toma un respiro, se retira al backstage y el de Linares canta, acompañado solo por su guitarrista, una impresionante “Gracias a la vida” mientras al fondo del escenario se proyecta una imagen de Violeta Parra. Respeto.

Raphael ya no canta “Yo soy aquel” pero sí canta “Yo sigo siendo aquel”. Eso le hace eterno. Y sentirse eterno es contagioso de abuelos a padres, a madres a hijos a hijas a nietos a nietas... y alrededores.

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